El horror como campo de batalla íntima 🩸
Una batalla tras otra (2025)
Dirección y guion: Paul Thomas Anderson
Reparto principal: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio Del Toro, Regina Hall, Chase Infiniti
Lo primero que desconcierta en Una batalla tras otra es su negativa a ceder a la pirotecnia del susto fácil. No hay sobresaltos coreografiados ni efectos sonoros de feria. Aquí, cada plano es una emboscada emocional: no se trata de mirar el horror, sino de sentirlo como un roce constante en la piel. La película se erige como un combate sostenido en los espacios más triviales: la cocina, el baño, un dormitorio infantil. No hay castillos embrujados ni cementerios góticos; la guerra se libra en la sala de la casa.
Trama sin concesiones
El relato sigue a Andy y Piper, dos hermanos que, tras la pérdida de sus padres, quedan bajo la custodia de Laura, una consejera que carga con su propio duelo enquistado. Lo que parecía un refugio se convierte en campo de asedio psicológico. Las VHS que vibran como un corazón clandestino, un niño mudo que respira como espectro viviente, utensilios cotidianos convertidos en armas improvisadas: todo conspira para demostrar que el hogar, bajo ciertas grietas, puede ser el peor de los campos de batalla.
Escenas que persiguen
La escena de la ducha no es un ritual de limpieza, sino un pacto: lo íntimo será invadido, profanado. El momento de la “taza medidora” —tan grotesco como ingenioso— demuestra que el horror puede nacer de lo más banal: lo doméstico convertido en bisturí emocional. El velorio con whisky, casi una parodia del luto, destila un aire de ritual roto donde nadie se despide realmente. Y ese peluche taxidermizado, que en otro contexto sería un objeto de ternura, aquí muta en tótem perverso del amor malformado.
Actuaciones en primera línea
Sally Hawkins brilla como un volcán contenido: convierte la dulzura en herramienta de sometimiento, cada sonrisa en trampa. Billy Barratt logra que sus silencios pesen más que cualquier grito, cargando en los hombros la vulnerabilidad de quien no eligió esa guerra. Sora Wong imprime a Piper una resistencia conmovedora, un temple que desafía lo insostenible. Jonah Wren Phillips, sin pronunciar palabra, se apropia del espacio con su respiración como metrónomo de la tensión. No actúan personajes: cada uno encarna un frente distinto de la misma batalla.
Lo técnico: precisión de cirujano
La fotografía constriñe el aire con encuadres cerrados y atmósferas opresivas que se mueven entre la frialdad de lo clínico y el calor engañoso de los recuerdos. El sonido es protagonista: cintas que laten, grifos que gotean como metrónomos del miedo, maullidos que resuenan en habitaciones vacías. Los efectos prácticos renuncian a lo digital exagerado: aquí el dolor se palpa, se ve, se respira como herida que no cierra.
El duelo como usurpación
El filme no habla solo de pérdida, sino de la apropiación del dolor ajeno. Laura no acompaña: coloniza. Su manera de “cuidar” revela cómo el duelo puede transformarse en tiranía emocional. La película se atreve a plantear lo incómodo: ¿cuándo el amor deja de ser refugio y se convierte en invasión? No hay consuelo, solo la certeza de que todo vínculo íntimo puede degenerar en arma.
Último disparo
Una batalla tras otra no busca que el espectador salte en la butaca, sino que se hunda en ella con un peso que no desaparece. Si el horror juvenil suele ser un fogonazo, esta película es un sitio prolongado: una guerra de trincheras librada en lo doméstico. Con Hawkins como eje perturbador y una dirección que sabe convertir lo cotidiano en amenaza, la cinta exige no solo mirar, sino resistir.
Veredicto Cine Reproche: ⭐⭐⭐⭐✦ (4.5/5)
Horror adulto, íntimo y devastador. Un combate que no se gana ni se pierde: simplemente se sobrevive.
